EL JARDÍN DE LA NOCHE
I
Locas las flores, el jazmín y los mirtos,
se beben las estrellas; vuela el perfume suave
más allá de las nubes, más allá de mi seno,
más allá del camino, más allá de la espera, después de los dolores,
después del desengaño.
¿Qué hilos se destejen, se anudan o se enredan,
telaraña que urden
los botones de oro, las perlas que lloramos?
El amor y el deseo,
funden ya su pasión en surtidores
que sin llegar al cielo lo persiguen
espléndidas las aguas… que luego caen al suelo.
Y venías
cercándome de llamas la cintura,
encumbrados por el soplo soberbio,
torbellino perpetuo que da razón de todo.
Se abrió la noche: cenábamos las frutas,
el vino resbalaba
caliente y rojo tiñéndonos los brazos.
Reíamos de pena, llorábamos de risa.
Ingenuos saltimbanquis al compás de un vals triste.
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…" y un no sé qué, que quedan balbuceando".
San Juan de la Cruz.
III
Silencio pleno, guardando en la tiniebla
de un misterio que no va a desvelarse,
susurros y gemidos de un consuelo ya antiguo.
Música minuciosa, simple y esperanzada,
mullido lecho suave, que escuchamos perdidos
en ese laberinto de los brazos.
Hondura que los grillos, y un ladrido lejano,
llenan de notas apagadas, respondiendo
a la espera, ya sin dolor ni angustia,
melodía perdida en contrapuntos
en suave sobresalto, oráculo secreto que entendemos
sin saber de qué habla.
En el tiempo de mis plenilunios
nada había capaz de perecer. Ahora
delante del abismo las horas se alargan
inútiles, vacías, y la sombra chinesca se burla.
¿Pensaste acaso que aquel fuego
sería incapaz de consumirte? Vivías en la hoguera,
luciendo con ardor la eterna chispa.
Y todo lo quemó: dejó las brasas, una ceniza ardiente
que solo espera un soplo. Aquel soplo divino del anhelo.
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