LA CÁLIDA ESPESURA
Esa misma noche sentí que una ola de liviandad me abrazaba hurgando entre mis venas, y nada hice por evitarla. ¿Dudé siquiera en dejar que me envolviera? Dejé que la concupiscencia me cubriera de calor en el suelo de tierra de la cabaña. Desde el regreso de la expedición, Tokoroo había abandonado la hamaca y dormía a mi lado, tendida en su manta. Giré lentamente la cabeza para mirarla. Estaba despierta. En la oscuridad de la cabaña los ojos le brillaban. Ella parecía sentirse cómoda conmigo, no sometida sino acompañada. En un momento dado tuve un pensamiento para Aguapé, pero las facciones de mi criada eran confusas después de cuatro meses de distancia. Rememoré el breve encuentro con Schmidel esa mañana y culpé a la influencia del straubingense que yo no hiciese nada por disipar la ola de sensualidad que me azotó en la penumbra. Llegó como el reflujo de la espuma, imparable. Sólo sé que nada hice por detenerla. Estiré la mano y la deposité sobre el vientre tibio de Tokoroo. Ella puso su mano sobre la mía y, con suavidad, retiró mi mano del vientre. Yo estaba turbado, primero por el deseo y ahora por el rechazo.
- Tokoroo un día, señor -dijo en un tono que parecía esconder una promesa.
- ¿Un día? -respondí perplejo-. ¿Cuándo?
- Tokoroo dice.
Tokoroo dice, Tokoroo dice, repetí en mi bochorno. Respiré con hondura manejando la frase como un mohín de la icamiaba sin saber dónde situarla. Ella era una indígena; yo, un conquistador. ¿O no lo era? Todavía no había cobrado ni una gota de sangre nativa. Yo era el escribano del gobernador, a quien todos miraban con displicencia atribuyéndome privilegios que no poseía. La única prebenda que tenía ordenada en mi persona consistía en evitar la primera línea de batalla, y la tarea obligada eran las actas y la compilación de datos. Mi lucha era figurativa, inmaterial, no de refriega, aunque intentaba implicarme en todos los esfuerzos que estuvieran a mi alcance. ¿Era acaso lícito que una lacónica criada me rechazara? Bueno, Tokoroo no era una criada, si bien podía llegar a serlo. Aguapé no había rechazado mi compañía. Arai, la segunda criada de mi casa, no había rechazado a Lázaro. Schmidel y tantos otros soldados ejercían un dominio total sobre sus criadas. ¿Por qué entonces Tokoroo era distinta? La negativa era un repentino muro alzado entre los dos. Empecé a aceptar que Tokoroo era amable y servicial, pero no ciegamente servil. Era de una estirpe guerrera, y sería sumisa si ella lo decidía.
- No sé quién eres ni de dónde vienes, Tokoroo -le dije-. No sé nada de ti.
- Entre esas lagunas hay una que se llama Espejo de la Luna -explicó reposadamente, con vacíos en la frase que yo había aprendido a interpretar y que mis palabras solían completar-. Cuando pasan las lluvias y las aguas bajan, el Tuyú reverdece como la muiraquita. Los árboles se despiertan y dan frutos. El capibara y el jabirú regresan. Yo espero siempre al jabirú, con su cuello rojo como una brasa en el cielo; conozco sus nidos. Aparecen pájaros, tortugas y peces, y el sol se quema intensamente sin que se acabe. La laguna se cubre de vida varios meses y los pantanos se llenan de barro y de cangrejos. Esa es mi tierra, señor, pero no puedo volver todavía.
- ¿Tuviste que huir? ¿Cumples un castigo?
Entendió la pregunta, pero la ignoró. Sólo dijo:
- Mi nombre es Canto del Gallo. Eso es Tokoroo.
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