También lo en apariencia pétreo despunta en las tinieblas.
Entre las aguas abisales la gran ceguera da a luz a un pez.
Un pez ciego, de luz que resplandece y ciega de hermosura
a aquel cuya mirada le conduce al averno.
Así también allá en la oscura noche, desde nuestra ventana,
solo con nuestros ojos,
ciegos a la ferocidad de las estrellas, y estas
al devorador ocelo
en las tornasoladas alas del espacio,
ciegos al microuniverso de los ostrácodos, de las dafnias,
o de las diatomeas por las que en parte
respiramos.
Pero los peces con vista o sin ella siguen amándose,
se abrazan, se retuercen, creando con su boca
un sistema planetario a medida de escama,
y después de forma esmerada como dioses vierten
en esos diminutos planetas el germen primigenio:
universos cifrados tejiendo y destejiendo en una
eterna cópula, en un arcaico beso que crea y que devora.
Oh mar, oh mirada abisal, oh bóveda azul-nacarada
de cenefas blancas, que orlan a veces el infierno,
oh corazón de olas que laten y que miden
lo vital y lo febril del mundo.
Inmensidad colmada y mancillada por quienes
como tantos comemos de tu fiera y tu profunda boca.
Vientre que nos sostiene y nos sumerge, que nos ciega
y nos brota igual que la palabra surgiendo de lo oscuro,
estelas espumosas que nos guían hasta el confín de la vida
y el origen.
"Medea" (1969), de Pier Paolo Pasolini
La historia va a la búsqueda del vaso sagrado.
Transita por las montañas, por ocultas cuevas
en busca de la flor azul.
A Jasón le encargaron el reto de ese imposible:
encontrar el dios cabrío y áureo.
Allí donde una maga viste ropas reales,
ofrece en sacrificio víctimas, hace pócimas
para conculcar la ley, excitar al destino.
Y será feliz, será fiel, su vientre parirá hijos,
creerá en las promesas, ha renunciado a todo,
y de pronto, siente que un vendaval zarandea su casa,
la invade, la humilla desde las plantas de los pies
a su regia cabeza,
y ese viento feroz es aquel a quien sacrificó su mundo,
el que quiere coronarse, el que quiere desposarse
de nuevo.
Pero a ella, habiendo matado su pasado, solo le queda
la aspereza de imprevisible arena
y fuego en las arañas de su vientre urdiendo devorar
todo ese mundo ajeno,
sí, incluso, a los más amados: ofrenda, sacrificio
que acrisole la afrenta.
Del instinto garfios de odio las alas que fueron
del amor. Las tenazas de la posesión…
Y ya huir, huir, muralla sangrante
a sus espaldas, imposible de escalar a sí misma
con el corazón podrido,
y ahora sí, sola, frente a la errancia.
Del libro Lugares que amar, In-Verso, Barcelona, 2022
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