Posar la mano sobre este cuerpo,
recordado con fruición, alegría y deseo,
sintiendo apenas deslucido su brillo
que aún evoca el rojo ardiente
de las ropas de ingenua apariencia,
seguidas siempre por el rastro de olor a limpio
que despedían las pieles bruñidas por el sol.
Saber que esta mano lleva la luz
del amor de otro tiempo,
que ahora es presente y es por igual vivido,
me permite habitar este lugar, impreciso
por ser tantos lugares
que ya reposan suspendidos
en la eterna atemporalidad.
Al modo de la gente antigua,
las manos reposadas en el regazo
mientras escuchaban el lento crepúsculo
que por fin abatiría la noche,
aguardo con serena paciencia
la llegada de un alma nueva
que haga estallar el verde puro
de esta primavera, ya anegada en aromas,
y extravíe en la memoria llantos y lamentos
del tiempo de silencio sin fortuna.
Espero gozar de ese hermoso día,
en que además me buscarán los amigos,
con la alegría suspendida entre nosotros
igual que las noches han ido sosteniendo sus augurios.
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Los perros barruntan en su inquietud
la acechante desgracia o la no esperada buena nueva.
Los pájaros encienden las copas de los árboles
en coro de cantos, antes de que la lluvia arrastre
el polvo de sus hojas, y vuelen en desaforado estallido
cuando perciban la proximidad de cualquier debacle telúrica,
que a todos nos ha de alcanzar, como destino irremediable.
Sabios viejos, misteriosos conocedores
desde la niebla de los tiempos
de todo el natural acontecer,
me obligan a preguntarme en qué lugar de sus cuerpos
arraiga su proverbial debilidad.
Yo vivo en la cúpula, otorgada y distinguida,
aunque apenas me veo como el habitante nativo
de las terrazas urbanas, solo contempladora,
y, sin embargo, tengo un nombre.

ENRIC VELO
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