A Chillida y Maïs
En lo más hondo del aire hay un jardín plantado
y de sus venas crecen inmarcesibles plantas con sus flores
y árboles con sus frutos de espacios visibles e invisibles,
para habitar en ellos y en sus tensos límites.
La fortaleza férrea de los tallos asciende y se retuerce,
forma pétalos, cálices florecidos en hierro.
Otras veces las ramas rectilíneas se erigen hacia el cielo
en mística desnudez de haber sido purificadas por la lumbre
como rogando que los dioses les otorguen frutecer
la granada de oro que fuera capaz de resumir el orbe.
A lo lejos se asoman grandes ojos llenos de viento y de vacío,
vigías de lo vivo y de lo inerte frente a un mar total, finito.
Pero también las grandes ondas forjadas de hormigón
quisieran ser
la herradura de las estrellas que cabalgan por las galaxias.
Y también el metal se desvencija en sencillez de barca
o en la casa varada en sus escollos,
en quebrados barrotes oxidados que vomitan los cuerpos
hacia el fondo.
O en navíos antiguos de cuentos de madrastras buceando
en el espejo acuoso a fin de rescatar la inocencia
de las blancas perlas de su juventud.
O en escaleras que emergen traspasando los vientres
del mar y de la tierra
y llegando a la región de las nubes y el vuelo.
En la forja las incandescencias amansan la materia
y el infierno deja escapar como a Orfeo y Eurídice
al espacio y su sombra entrelazadas, sin mirar hacia atrás,
solo de cara a la belleza que dulce llama hacia
el umbral de lo velado,
solo de cara al enfebrecido moldear de las manos astrales.

MAÏS
|

MAÏS
II
Esas islas sumergidas en cavernas marinas
que no saben que albergan un tesoro
en los brillos silvestres de rubís, de amatistas, de azafrán
en corales cobijando el enigma de un cuento primigenio,
otras centelleantes buganvillas, hijas nacidas
a la umbría de algún dios primitivo que cercena
a través del estigma su placer, su fulgor y sus alas,
otros pies indigentes que desnudan el día
de todas las ciudades, destapando su sutil maquillaje,
sus cultivadas formas,
amores apacibles husmeando la mano que dulcemente
peina el césped afelpado y animal de sus cuerpos,
vencedores del fuego, exploradores de la veta
de lo desconocido, endurecidos y brillantes como el oro,
otros niños carentes de pantallas que habitan al lado
de la mina foránea que con su boca abierta
escancia ese veneno de metal en su sangre,
otro vacío aséptico que siente el que ha caído
detrás del laberinto de las puertas de urgencias,
otras manos níveas y candentes que siembran en las grietas
la semilla del fruto que restaura la vida,
otras diosas que, como la Gorgona, fueron violadas
por la negrura córvida de la fuerza,
y después castigadas y culpadas por ello,
otros viajes que atravesaron el país prohibido
y quedaron sellados e inconclusos.
|