EL MILAGRO
Lo del grillo se tuvo por un milagro de Dios. Tres años atrás, cuando la escuadra del gobernador hinchaba las velas en Cádiz, un marinero enfermo subió a bordo con un grillo que acababa de atrapar. En tierra, el grillo cantaba, y el canto delató su presencia; el hombre quería que el insecto lo acompañara con su canto durante el viaje. El grillo, recluido en una jaula de palos, empezó a vivir en cautividad, pero no cantaba. Recibía alimento y atención, y el enojo del captor aumentaba a medida que pasaban los días. No cantó ni una vez en los nueve días que duró la travesía hasta Canaria pese a comer migas de bizcocho, garbanzo triturado y un puré de zanahoria.
Diez días hay entre Canaria y el Cabo Verde con viento regular. La isla de Cabo Verde es espléndida, pero la entrada guarda rocas que roen los cabos de las anclas y propician otras malas cosas. Nuestra nave rompió el fondo contra esos escollos y el agua subió 12 palmos, por lo que hubo que bajar los caballos a tierra y los toneles de agua mientras se reparaba. En aquel percance se perdieron 500 quintales de bizcocho y también mucho aceite, que se derramó. Igual que en Canaria, veinticinco días estuvimos en la isla, y el grillo siguió callado. Un temor antiguo moraba entre los habitantes de Cabo Verde cada vez que una nave llegaba; algún hombre de la tripulación terminaba muriendo. Nadie sabía por qué. Dicen que el propio aire es vicioso y culpable de lo que pasa. Con frecuencia, el cuerpo no aguanta el verano de la isla, los hombres se enferman y a veces son varios los que dejan allí el alma. Pero en nuestro paso nadie murió, y este hecho maravilló a los lugareños, que lo tomaron como un indicio venturoso para la empresa.
En alta mar el tiempo fue bueno. El propósito de la expedición era prestar auxilio al endeble fuerte de Buenos Aires, donde los defensores llevados por Pedro de Mendoza habían disminuido por los indios y el hambre. Un día, uno de los pilotos dijo que estábamos cruzando la línea equinoccial. Algunos hombres miraron arriba y abajo esperando descubrir algún indicio del anuncio, pero el mar y el cielo siguieron indiferentes. Brasil no estaba lejos, mas no era visible todavía. Fue entonces cuando el maestre de la nave capitana, responsable de los bastimentos, descubrió en la bodega que de las 100 botas de agua cargadas en Cabo Verde no se hallaban más que tres. Con gran furia inspeccionó el navío, pero esa era toda el agua que quedaba. Llevábamos la cuarta parte de los hombres, la parte de las mujeres y la mitad de los 26 caballos que quedaban. 20 animales habían desaparecido en Cabo Verde.
El gobernador ordenó buscar la tierra de Brasil de inmediato sin alargar la costa, por lo que el rumbo viró más hacia el poniente. Durante tres días estuvimos mirando el mar cegador. De día, cuando la bruma ascendía y se disolvía, buscábamos la tierra y la selva verde que nos habían contado. Casi soñábamos con el oro y con maravillas imaginarias de tanto que hablábamos. Las fantasías eran personales, derramando en el cuerpo un elixir incorpóreo que se dirigía directamente al corazón. En sueños repetíamos "Brasil", el árbol de madera roja de donde se extraía la valiosa tintura que daba color a paños y terciopelos. El propio nombre del árbol derivaba de brasa, el color que se obtenía de la madera, y la tierra Brasil había tomado el nombre del árbol. De noche, cuando cada cual saboreaba secretamente ese fluido inmaterial en su rincón de la cubierta, los pilotos seguían las estrellas y maldecían las importunas nubes desde el puente.
Entonces ocurrió el suceso, una epifanía que surgió de la nada, la manifestación de un ángel custodio puesto sobre nosotros para cubrir con sus alas el viaje de la escuadra. En la tercera mañana de búsqueda, con la niebla pegada a las bordas y la gente dormida, el grillo empezó a cantar. Nos despertamos con alborozo, entonces vimos que la nave iba rumbo a unas peñas muy altas que se configuraban en la bruma a no más de un tiro de ballesta. De inmediato se dieron voces para echar las anclas. Entre muchos se tuvo que aquello fue un milagro de Dios, ya que el canto del grillo evitó que diéramos de través contra las peñas. Entre sornas y veras, otros dijeron que el grillo ya sentía la proximidad de Brasil, donde seguramente viviría.
Lo cierto fue que, desde ese día, todas las noches el canto del grillo nos regalaba su música.
(Adaptación del primer capítulo de la novela inédita
La Tierra Inaudita)
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