EL CANTO DE LA MANO
Con la misma mano que acaricia o golpea,
palma o dorso,
con su canto se pulen las tardes
en el frío gris de la puesta,
el temprano ocaso de invierno.
Solo algún lejano rumor perturba,
o será quizá el roce del pensamiento vago
en sutil mezcla con el arrastre
del canto de la mano sobre la materia,
mármol, papel, madera.
En estas horas se gestan sueños,
al principio postergados
pero después cancelados, olvidados
tras la azarosa contemplación
de intrascendentes cipreses,
de esos que no amparan la muerte.
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DÉJAME IR AL MAR
Allí, detrás, en el hueco
que el tiempo no deshizo,
se guarece la mirada
sobre el rizo continuo
de la ola infinita
junto al golpe invisible
del mar contra la roca,
seco, sonoro, rotundo,
insistente encuentro
entre agua y piedra.
Allí también reposan
los antiguos dioses,
mis hombres no olvidados,
los mitos que me sostienen,
las mentiras y pecados
del pasado más injusto
y los fallidos intentos
de borrar la vida vana.
No puedo evocar ahora
el pájaro en vuelo,
el tránsito de las nubes
o el cielo que derrama
todo su azul.
Déjame ir al mar,
que no temo su furia.
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