ALGA Revista de Literatura
nº83 - otoño 2020




Dirección:
  • Goya Gutiérrez

    Edición:
  • Grupo de Poesía ALGA

    Responsables de la edición del presente número:
  • Goya Gutiérrez
  • Enric Velo

    Maquetación, composición y diseño web:
  • Enric Velo


  • Portada:
      Dolça i salada, de Elvira Rodríguez Roura


    Sumario
    http://revistaliterariaalga.com/

    Narrativa

    ELVIO RENÉ

    Es miembro del Grupo de Poesía ALGA. Ver: http://www.poesiaalga.org/

    LA TORMENTA

    Quiero rescatar un evento distante, arrollador y entrañable, que a pesar del tiempo custodia la mirada lustrosa de cierta dama española, cuya expresión regocijaba el entorno de pura sagacidad. Con la dueña de esa mirada me fue dado converger en una fiesta de campo y en una tormenta inolvidable, de esas que a la pampa se le ocurren para silenciar con su amplitud cualquier intento de discusión.
    La dama capturó la densa naturaleza de la tarde austral con un asombro semejante al temblor, desbordando las pupilas de cielo negro y atrevido. Fascinada, contempló el oscuro frente de nubes que rodaba y se desplomaba en aguacero, velando la geografía de postes y ganado. En los ojos de la mujer, el episodio describió la cascada inabarcable, el estruendo de la tierra, y secretamente también yo me dejé estremecer por aquel furor generoso. Ella entrelazó los dedos sobre la boca entreabierta, indiferente a la humedad que marchitaba los atuendos costosos y vanidosamente camperos de la reunión. Las grupas chorreantes y la testuz vencida de los caballos del corral la impregnaban de serenidad.
    Razoné que la lluvia del asfalto, de una plaza, la amarilla lluvia de un patio de baldosas, nunca alcanzaría la insolencia vital del terreno abierto, con reses cabizbajas y aleros que desaguan amistad.
    Dos semanas después la vi por la ciudad. Ella iba con su esposo; yo caminaba solo. Del saludo atento que me dirigió, perdura la sonrisa. De su mirada, el frescor torrencial de una tormenta.

    EL SERVIDOR

    El suceso que sigue ocurrió un verano, cuando yo tenía quince años y mi hermana doce, en la casa rural que ocupábamos en un valle que no nos pertenecía. Decencio era el criado de la familia.
    Unos días atrás, Decencio no pudo levantarse de la cama, sujetado por un dolor sordo que le minaba el brazo. Lo atendimos y lo exoneramos de sus quehaceres. Empecé a levantarme temprano para cumplir sus tareas. No percibimos que esa piedad edificaba una lenta despedida.
    Un día, su cama estaba vacía. Vi el bastón en el suelo del patio, en el lugar donde se ensillaban los caballos. En la búsqueda inmediata interrogué cada piedra del camino, las azules sombras de la ermita cercana y, no sin imprudencia, me asomé por el borde de la cantera. Yo deseaba llorar.
    Quienes lo hallaron con el alto sol, en un sombreado confín del valle, presumieron que dormía. Una manta enrollada apoyaba la cabeza del anciano. El caballo pastaba a corta distancia.
    Decencio me había dicho que los hombres acostumbraban a morir en el invierno para sumarse al recogimiento de la naturaleza. Recordando esa cita, ahora no cumplida, una revelación se hizo visible: nuestro criado había fenecido en la estación cálida por mera afirmación de su albedrío, no por otra razón. Entendí que el pregonado deceso invernal incubado por las generaciones era, en suma, un alegre convenio de brujas y matronas.

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