Entonces
tenía dieciocho años e imaginé el puerto de Amberes, un callejón oscuro que desembocaba en aguas brumosas, en mercancías de lugares lejanos como ruinas amontonadas; y un hombre, un extraño, un pasaje cenital en medio de las sirenas ocasionales de los barcos en medio de la opacidad de la madrugada en medio de mi debilidad.
Alguien me espera, escribí. ¿Será ese desconocido?
El puerto de Amberes era una película muda, la niebla lo disolvía todo en blanco y negro, en un perfil de cuerpos amansados en un perfil de edificaciones permeables en un perfil de manos iluminadas en el perfil de un desconocido.
Llego por entre estas palabras. Vuelvo al relato, a los muelles.
Lo digo y no tengo más que esta visión inventada para seguirme ahora en aquel entonces.
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Estas hebras se habitúan
a ser frases, siguen
sin acabarse,
se espigan
escuchando a Janis Joplin y también a Karen Carpenter y eso resulta,
desde un punto de vista reduccionista,
descabellado, imposible, contradictorio, iconoclasta: pero tan solo es inacabable.
Yo digo que inacabable es posible, insisto en escucharlas de nuevo
con un nudo en cada extremo
de la línea linfática que une
sus voces,
porque fueron ambas fieramente infelices, letárgicas, destruidas por los falsos
amigos,
ambas:
hay una igualdad insondable en sus voces, no en su vida, no en su muerte, tan solo y exactamente en la fragilidad adusta, aristada y arábiga de sus voces, una igualdad física, que no se puede acatar, que no puede acabar, y sigue sonando incomprensible.
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