Mi muerte es muy sencilla.
una pared blanca, lisa,
con ciertas imperfecciones, la luz
cae en diagonal desde una ventana, a su derecha,
hasta el lugar donde la pared se junta con el suelo.
Mi muerte es sencilla.
En un tiempo la pared estaba sola.
Luego, llegó un hombre, paseaba, se acodaba en la ventana
y miraba el horizonte, fumando,
silbaba,
el silbido también parecía humo
- quién no ha pensado en un tren mirando a las montañas-,
Luego el hombre se descalzaba
y se iba.
Y ya está. Mi muerte es así, sencilla,
como cuando entraba esa mujer
con su escoba, barría el sol caído
desde la ventana
y lo apelotonaba en una esquina. Ya era tarde,
en la pared reflejos morados y en la calle
los gritos de las madres llamando a sus hijos
a cenar. Justo antes
de marcharse la mujer
hacía un gesto sobre la pared,
si hubiera tenido un carboncillo el gesto sería un muñeco, un dibujo,
pero como no tenía nada en las manos
la pared siguió igual, vacía, sencilla.
Porque es sencilla mi muerte, como un cuadro
con pocos colores,
con gradaciones muy lentas, cada vez más y más lentas.
También hubo un tiempo en que trajeron una cama
y la apoyaron contra la pared, y trajeron un escritorio
y lo colocaron cerca de la ventana.
El escritorio tenía muchos cajoncitos
y la cama era un único cajón.
Alguien colgó una acuarela
con olor a lluvia.
Fue un bonito tiempo, mi muerte
sencilla de la cama a la mesa, de la mesa a la lluvia
de la lluvia a la ventana, de la ventana a la rama
del almendro que ha crecido por sorpresa
y mece la sombra en la pared.
Y luego el mar entra, despacio,
hecho con sus colores de niño pequeño,
y retira la cama, se lleva la mesa,
deshace la acuarela de lluvia dentro de su ola,
despinta la sombra del almendro
el sueño de la luna y su halo
que una vez
era irisado y tan redondo como el corazón. Y ya está.
Sin huella, sólo la madera
de la ventana un poco combada por la humedad,
quizás una muesca, una imperfección
en la pared, el agujero donde estuvo
colgada la acuarela.
Luego una inmensidad, como si el tiempo fuera una pradera
de hierba rubia, sol y sol,
y una campana, lejos, siempre lejos.
Ya no esperaba otra cosa que seguir así,
pero aún la sencilla muerte
quiso
un piano recostado en la pared. La música
olía a jazmines,
quizás por eso apareció el angelito de yeso pintado
con los colores de una anunciación de Fra Angélico,
el angelito y el bosque de jazmines y la música,
todo se rompió con un golpe de viento.
Pasaron años.
Aún a veces había mujeres que al pasear debajo de la ventana
decían
¿no oyes un piano?, está hablando,
y sus amantes intentaban recordar, ahí hubo un crimen de flores
un crimen de agua,
pero el portero los desengañaba:
siempre ha sido una pared desnuda esa casa
una única pared, lisa, con pequeñas imperfecciones
y una ventana con un sol medio acostado en sus bordes.
Mi muerte es así, sencilla, discreta
nadie recuerda nada, ni se duele, ni tan siquiera
cuando la tormenta rompió el cristal de la ventana,
entraron hojas y relámpagos
entró el bosque y la cornamenta encendida de los ciervos
la pared, durante aquella noche,
se recordó cueva
y la sombra de las hogueras celestiales
avivaban las imágenes sobre ella,
los cuentos, las fábulas, los bellos gritos,
todos los animales del corazón vinieron a reflejarse,
uno a uno
en su declaración de amor
de poder
y de adiós.
Qué larga es mi muerte, ella sigue, yo sigo,
todos los días está ahí, sencilla,
quizás un poco más sucia la pared
porque alguien se recostó allí, un instante,
el milagro es siempre un instante,
la cosa más sencilla
por ser la más misteriosa
como el color del agua o el olor de la rosa
|