Desnúdate de sauce, de sus lánguidas ramas, y viste de saúco, de todos sus brebajes
en el hervor del tiempo, sobre el papel en blanco,
para pisar suavemente la niebla, y a tientas adentrarte hacia afuera,
hacia el borde del mar,
y allí junto a la arena, sobre la boca que devora la albura de los nardos marinos
derramarte
como si desclavaras de su azar infantes perdidos y entregados a todos sus venenos,
antes del sudor negro, del oscuro temblor del alquitrán.
Volver la mirada hacia los ojos sin fondo del animal que atraviesa las estaciones,
e ignora cómo surge la isla remansada de aquel letal furor de adentro
para poder comprender su quietud, su silencio vital, su mudo caminar
hacia otro tránsito.
Retrocedió el camino presa de la nostalgia, y se encontró la casa
que creía humeante, extinta, no habitada,
silenciosa como un animal sordo,
con los muebles y libros, los objetos traspasados de tiempo,
heridos por la luz
que un día diera forma visible a unos trazos de vida.
Sabes que detrás de la ciudad en ruinas, del estruendo macabro de las armas,
del rostro del niño envejecido, del zarpazo de la enfermedad,
de la desidia que llena las cunetas de quienes no han sido escuchados
existe enterrado el mal como una mina.
Y qué hacer ante la incertidumbre de esa explosión en que te va
la vida o su mutilación. Adónde encaminar tus pasos sin un guía
al que creas y verdaderamente crea, sobre el suelo que amas,
encima de ese trozo de tierra enajenada.
Vive, pon en un jarrón de agua como un ramo de rosas exquisito
tu alegría de hoy.
Rompe las verjas que han crecido en tus ojos, porque el dolor
está encerrado en este día en el desván de tu memoria,
y de momento no comerá en tu plato,
ni impedirá que ofrezcas esta estrella de letras palpitantes,
que has horneado adentro
para quien quiera disfrutar de su luz.
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