RASGOS
No me dejan los siglos
descubrir las facciones
que de clamor rompieron
las piedras del Calvario.
Es un rostro judío, ultrajado y herido
por la saña y el miedo;
un semblante aturdido de espinas y de befas
que en nada se parece
al yeso policromo venerado en el arte.
Está lívido, sediento, y el horizonte
rueda cuando mueve los ojos
en busca de la cara que acaso ha conocido.
Fariseo y escriba
por igual lo escarnecen.
Lo sostiene un madero de brazos desiguales
ásperamente urdido con aspecto de cruz.
De la turbia cabeza no emana el resplandor
de las estampas;
hay sudor, y barro, y sangre densa
entre la negra barba y en la carne
partida por el clavo.
El corazón, que sangra, no es visible,
y los labios sajados del flagelo y la sed
elaboran resecos la queja terminal.
¿Cómo creer que esos ojos
son incapaces de ver lo que la mente ya sabe?
La cortina del Templo rasgada por el grito;
la multitud de pechos batidos por el puño;
el inicuo salario hecho Campo de sangre.
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