Decapité la luz de la noche cerrando las persianas.
Amordacé el último pensamiento,
ese turista perdido,
que pasaba por lo que restaba de mi consciencia.
Mi cuerpo ya solo es una ciudad en la madrugada
donde se oyen muy lejanamente:
los ronquidos de un vagabundo,
que en sus sueños come desganado las dos palabras
que tan alegremente canta a lo largo del día;
la esquizofrenia,
los cambios de humor de los semáforos,
reyes del día, que regulan un reino sin súbditos;
la melodía de una botella que se rompe
y el desandar curvo hacia el hogar.
Dolorido por un rasguño del sol sobre mi ojo
puse cara al perdón que había soñado anoche,
regateé con mi orgullo el precio del olvido
y el funeral de aquel viejo y sordo rencor.
Me agaché, besé el pedestal de la humildad,
pagué mis deudas con mis cuervos interiores,
esos mismos que me agusanaban las entrañas
y vomitaba con cada palabra negra e iracunda.
Dejé flores en el panteón del odio consumido,
sus llamas son hojarasca que piso según avanzo
con los pies descalzos y la coraza traspasada.
Adquirí esa clase de viento que se oculta
en las curvas de las estaciones,
en los amores donde las grietas parasitan
y ocupan con cenizas de hielo los recuerdos,
en los suspiros que se apiñan dentro del polvo.
Compré un pasaporte al insomnio,
una estancia perfumada por un futuro salado
y fragancias de un colchón que no ha conocido el placer.
Me regalaste el último barrote que ataría mi vida
a este barranco, estos acantilados inhóspitos
y me anclaría a algo acabado,
un trozo de madera estancada en el vacío.
|
|