CRUCIS
(S.VIII)
La inacabada losa, que será un sepulcro
y el suelo de una iglesia,
recibe el pecho emérito, la blanca frente.
Teodofredo abraza el frío
en el terco cilicio de su vientre.
La redención concierne al sudor y al sayal,
decide,
no al ánimo piadoso ni a la seda.
Ha venido a morir.
Con los brazos sin carne configura una cruz,
y los huesos rendidos sobre el mármol
son el leño y son el mártir.
Teodofredo aspira la penumbra olorosa
del estuco, la cóncava humedad
de las pinturas.
No sabe que el templo está sin puertas,
que el esmero del mármol será póstumo.
Percibe cirios y murmullos;
unos criados lo lloran.
En el ocaso, que no ve (un rey, en Toledo,
le arrancó los ojos),
mueve el cuello despacio
y releva la mejilla.
Teodofredo no come ni bebe,
pero un concilio de númenes
delibera en su entraña
y le demora la muerte.
Transcurre una tarde y una noche,
y el viejo corazón sigue batiendo.
Con el día, la plegaria en sus dientes
muerde el limbo;
el color circular de una vidriera
lo fragmenta de gloria.
Alta, la campana discute
la soledad del bronce
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TÉRMINOS
La última opción de un acertijo.
El último punto, que cierra el círculo
y perece.
La última letra de un pesado libro,
que sepulta lo escrito.
La última carga de lanzas, que en Polonia
fue heroica y fue inútil.
En Khartum, la última bala.
El último tren de la noche, agridulce
y oscuro.
El ejemplar final de una especie, que no sabe
que es el último.
La última vez que ocuparé el viento del parque,
los zapatos mojados,
la memoria de otro.
A estos términos los decidió el Tiempo,
no el azar, para que cada uno tuviera
un fulgor o una eternidad.
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