IV En la mezquita azul
Se acuclilla en la puerta
un anciano de barba descuidada
y rostro roturado;
sus ojos, quizá ciegos,
se pierden en la luz; los labios, mudos;
se enreda entre sus manos
un rosario, reloj que desgrana
-sincronía perfecta
de índice y pulgar-
el tiempo que transcurre cuenta a cuenta.
En el patio vacío
cristaliza la luz, la piedra es oro
labrado que la abraza:
grácil joya en la cual
las miradas y el tiempo se detienen.
Sólo la letanía
que gotea en la fuente de abluciones
y el rosario que cuenta
en tu mente disuelven
la torpe sensación de eternidad.
Pero ella está a tu lado;
irónica tal vez, sonríe al verte
tan serio y presuntuoso.
De la mano, os sumís
en el flujo cansino de turistas
que os arrastra hacia el atrio.
Cruzas la puerta y un oh amortecido
asciende hacia la bóveda
como nube de incienso:
¡Alá es grande, y misericordioso!
Así pensó el sultán
Ahmed, y Sedefkar, su arquitecto,
y cientos de alarifes,
vidrieros, ceramistas,
albañiles, canteros y calígrafos
que aplacaron su ira
forjando un espejismo, una réplica
de su celeste bóveda
donde Alá se complace
con el rezo sumiso de sus fieles descalzos.
Un rancio hedor impregna
el aire y se espesa en tu cerebro.
Te sientes mareado
y sientes que una fuerza
te expulsa sin piedad del paraíso.
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V Santa Sofía
Dejas atrás los jardines, las fuentes,
la luz del sol; sorteas herramientas,
escombros y sillares; atraviesas
la oscuridad del atrio y te estremece
la sepulcral penumbra en que se mecen
haces de luz que filtran las vidrieras,
la decadente inmensidad de piedra,
el oro que amortaja las paredes.
Es lóbrego alcanzar la galería
y lúbrico sentir cerca la cúpula,
su luz y su poder: vano espejismo.
Atada a cuatro picas y exhibida
como fiera de circo ya caduca,
dormita y mira al mar, su amor de siglos.
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