EL ESCRIBA
Aquel hombre se sienta a la ventana.
Al fondo brilla el campo de su infancia,
una canción de cuna, alguna broma.
La tarde es roja y lenta,
su memoria no es más que literaria.
El se mira verse irse, sonreírse.
Piensa en un niño puestos los ojos en un faro,
mientras la madre lo hace y se acicala
intermitente, interminablemente
(un cuadro de costumbre es una intimidad que se repite).
Las cosas se unen en trabajosas junturas y dolorosos sesgos.
Él reconoce allí sus trastos viejos, sus sombras,
el avasallamiento de los hechos y su solidaridad,
su quieta reciedumbre y su urdimbre,
Y avanza a cada paso como si fuera previsto,
como si tanta herrumbre convocara y nombrara,
y hereda así canciones y plumas y galletas y calcetines,
las usurpa y se hace de ese dolor que es ya ajeno,
ajado, que ya es historia,
una mercadería,
un trasiego sin fin de opacidades y brillos,
santos objetos de segunda mano, cuentas de vidrio, chucherías,
polvo dorado su negocio de mercachifle.
Del libro Nueces (México, 2009)
CHUPANDILLO
A veces es una pesadilla,
la que baja por el atracadero
como muñeco de cuerda, tric trac,
entre tepetates y piedras,
burros y palmas,
como matraca,
por la barranca del respaldo blanco.
Cómo se mueve de torpe el muñeco,
mueve los bracitos, mueve las manos,
hasta que se le acaba la cuerda, tris
tras, se le acaba,
y sigue pendiente abajo por el impulso
inerme de lo que baja, de lo que se desplaza
a tumbos.
Pero a veces se esconden y juegan
en el chupandillo,
trisca que trisca,
entre sus ramas anchas como alas,
como pájaros hasta tocar el suelo
entre risas verdeantes,
sombras robustas.
Y de nuevo resuenan como sombras,
en las ramas,
en las marcas del árbol,
iniciales de infancias e instancias
en la cicatriz de su mano abierta,
como labios que se hinchan, a tarascadas,
de un tiempo acá.
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