UN CÓMODO VIAJE EN TREN
Pensó en el momento en que el mozo de la compañía que los precedía abría la puerta: "Aquí estoy otra vez, en el mismo Vagón Regio, como si el tiempo no hubiera devenido hasta el presente, como si acabara de dejar a Julia en el taller después de una sesión, lejos en el pensamiento que se convertiría en mi mujer; como si mi participación en el desenlace de la historia del llamado "Crimen de Castell de Fels" tampoco estuviera segura del todo; como si los cuadros que he pintado hubieran desaparecido de golpe y quizá no los pinte nunca, olvidados mis proyectos con Utrillo también. No ha muerto el barón, ni su hijo; tampoco Dorotea de Chopitea y de Villota, ni tantos y tantos amigos y conocidos con los que he hablado, comido, bebido y disfrutado de la vida; hasta mi padre y mi cuñado están vivos y me esperan a mi vuelta de Madrid, deseosos de conocer qué he visto y qué he hecho durante el viaje, que me ha dicho el rey, niño aún, si es gracioso y travieso o igual de serio como aparece en sellos, retratos y fotografías, si está o no muy consentido por su madre, sus hermanas y su tía, la infanta Isabel La Chata. Voy a entrar y me voy a encontrar el gesto adusto del barón, el carácter más bien alegre y abierto de Sangenís, la voz ridícula del coronel Díaz Bermejo, la mirada obtusa del obispo de Vich."
El rey lo había visto a lo lejos, en el andén del apeadero del paseo de Gracia, mientras aguardaba que estuviera todo en orden y el tren pudiera partir, mientras el público lo vitoreaba desde arriba, desde la calle Aragón y los puentes que cruzaban aquel túnel abierto y él correspondía haciendo saludos a un lado y a otro, la sonrisa siempre a punto. Le dio órdenes al oído a un oficial de su escolta y éste se le acercó para decirle: "Su majestad desea verle".
Era una orden. ¿Podía contravenir uno los deseos de un rey que le parecía odioso? Todavía le dolía que no hubiera tenido ni una palabra amable para con el cuadro, el desprecio con el que le había obsequiado delante de su familia y amigos. Como diez años antes le pasara con el barón de Castellfullit, no podía negarse, aunque por dentro le reconcomiera el que al monarca no le hubiera gustado nada su retrato a caballo. Se aproximó y tuvo que franquear la guardia de corps en uniforme de gala que había trazado un perímetro de protección en el estrecho andén; tras hacerlo y aproximarse, vio que Alfonso XIII lucía más elegante que durante la visita a su casa: traje inglés, pechera de un blanco inmaculado, cuello duro, corbatín azul muy oscuro y reluciente chistera. Como acostumbraba, llevaba también bastón y guantes blancos en la mano.
Una vez más le acompañaba el comisario Suances y a su lado estaban el alcalde Boladeres y un hombre tan delgado como el rey y que debía ser Sagrajas, a quien no había visto en Madrid, en palacio. Según se decía, era en la sombra uno de los hombres más poderosos de España merced a su cercanía al monarca.
-No me diga, Casas, que también usted va a Manresa -dijo el rey aproximándosele y casi gritándole al oído, había tanta confusión de voces que era difícil comunicarse aun con los más próximos.
-Sí, majestad, ahí voy, a Manresa.
-Me han dicho que es una gran ciudad y muy industriosa. ¿Se quedará mucho tiempo? -preguntó con interés.
-Dos días o tres.
-¡Dos o tres días! ¿A dibujar? -le preguntó el rey sonriente, señalándole al tiempo la carpeta que Casas llevaba con las láminas y que ya le había visto en Madrid.
A Ramón Casas le sorprendió que Alfonso XIII estuviera de tan buen humor, como si hubiera pasado una buena noche o acabara de recibir una grata noticia.
-Creo que no. Pretendo comprar una finca que le ha gustado siempre a mi familia, un antiguo monasterio benedictino que han puesto a la venta. Mi madre no quiere que nadie se nos adelante y me ha obligado a ir. La carpeta me acompaña por si aparece algún personaje digno de ser retratado.
-O algún paisaje pintoresco.
-Por lo general, no me gustan los paisajes, majestad. Además, al carboncillo no quedan tan bien como cuando se utiliza la acuarela o el pastel. Al negro le falta alma y color.
-Pues acompáñenos. Con usted, que es un hombre de mundo y podrá contarnos algunas anécdotas de sus viajes, el trayecto será aún más agradable si cabe. Mas antes tengo que acabar de escuchar una historia de labios de nuestro amigo Suances, ¿verdad, comisario?
Éste asintió con la cabeza, al pintor le pareció que no le hacía demasiada gracia la idea del monarca.
-¿Y el gobernador? ¿No acompaña esta vez a su majestad? -le preguntó Casas al comisario cuando el rey ya había subido los escalones de acceso.
-Ha salido antes y nos espera en Manresa para darle la bienvenida. Cosas del protocolo.
-¿Y el presidente del Consejo?
-¿Maura? Tampoco viene porque ha de presidir un acto en el Palacio de la Diputación, donde estos días reside.
Como se temía, el Vagón Regio estaba igual que diez años antes: los mismos cuadros y cortinas, los mismos muebles y tapizados con el emblema de la compañía, los mismos dorados y maderas nobles. El tiempo como en un museo, detenido. Hasta vio la mesita de juego con el tapete verde en la que habían jugado unas manos que ganó el barón, tal como había predicho. Estaba tan limpio y reluciente que parecía nuevo y, al mismo tiempo, era como estar dentro de un espacio pasado de moda, casi una reliquia de otros tiempos. Aunque no tenía mucha relación, Casas pensó en el barco de vela que un artesano meticuloso en extremo metía dentro de una botella de cristal que finalmente cerraba para que el aire no entrara.
Sin embargo, Alfonso XIII apreció el lujo del vagón más que su anticuado estilo. Dijo mientras pasaba la mano por el tapete verde de la mesa y el filo de madera de ébano:
-Me gusta éste más que el que nos trajo de Madrid, el que me ponen siempre para mis viajes y tengo ya muy visto.
Se quitó la chistera y los demás se descubrieron también. El mozo cogió los sombreros y se los llevó.
-Según me han dicho, se lo han tenido que llevar a los talleres de la Maquinista Terrestre y Marítima que visitó su majestad el otro día para revisarlo -informó Sagrajas.- Al parecer, los ejes de las ruedas hacían un ruido extraño y temían por la seguridad de su majestad.
-Motivo de más para que deje de usarlo. Baldomero, mire usted de hacer, no sé, un cambio. O haga que se lo vendan. Me gusta mucho. Es un trocito de palacio muy cómodo y recogido.
(Texto en el que Ramón Casas vuelve a entrar en el Vagón Regio, que aparece en la primera novela del autor Las cinco muertes del barón airado)
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