EL SERVIDOR
El suceso que sigue ocurrió un verano, cuando yo tenía quince años y mi hermana doce, en la casa rural que ocupábamos en un valle que no nos pertenecía. Decencio era el criado de la familia.
Unos días atrás, Decencio no pudo levantarse de la cama, sujetado por un dolor sordo que le minaba el brazo. Lo atendimos y lo privamos de sus quehaceres. Empecé a levantarme temprano para cumplir sus tareas. No percibimos que esa piedad edificaba una lenta despedida. Un día, su cama estaba vacía. Vi el bastón en el suelo del patio, en el lugar donde se ensillaban los caballos.
En la búsqueda inmediata interrogué cada piedra del camino, las azules sombras de la ermita cercana y, no sin imprudencia, me asomé por el borde de la cantera. Yo deseaba llorar.
Quienes lo hallaron con el alto sol, en un sombreado confín del valle, presumieron que dormía. Una manta enrollada apoyaba la cabeza del anciano. El caballo pastaba a corta distancia. Decencio me había dicho que los hombres acostumbraban a morir en el invierno para sumarse al recogimiento de la naturaleza. Entonces, una revelación me invadió: nuestro criado había fenecido en la estación cálida por mera afirmación de su albedrío. Supe que el pregonado deceso invernal incubado por las generaciones era, en suma, un alegre convenio de brujas y matronas.
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