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MOISÉS STANKOWICH
TÍA ELISKA
Cuando conocí a tía Eliska, ésta era ya una mujer apagada y enjuta, nada comparable a lo que las historias familiares contaban de ella, de su pasado de hermosa tez tostada, esbelta figura y larga cabellera azabache, así como mandan los cánones paganos de los Sinti y los sagrados del Cantar de los Cantares ("morena soy pero graciosa"). Sus ojos, negros y diminutos, apenas brillaban tras los gruesos cristales de sus gafas de montura dorada; y su moño, de un color indefinido tirando a gris, la hacía injustamente mayor. Sin embargo, su rostro risueño, de facciones amables y suaves, la había convertido en un ser del todo adorable --dicen que la cara es el espejo del alma--. Todos la querían y la respetaban sin excepción en aquel barrio degradado del extrarradio barcelonés, que tras la época bulliciosa del desarrollismo, se había ido resquebrajando, lenta e inexorablemente, como las ilusiones de sus esforzados vecinos.
Tía Eliska pertenecía a la generación de aquellos que sufrieron en silencio persecuciones, guerras, posguerras y desamor. Y aun así, todavía había sido capaz de contagiarle al mundo su innata alegría. De niña, en la Mitteleuropa anterior a la Gran Guerra, había aprendido a sonreír en la espesura de los bosques balcánicos y a bailar a lomos de sus queridos osos, en el seno de un extenso clan familiar donde los días transcurrían en el interior de los carromatos, en el verde aroma de los campos tras la lluvia y los ríos de aguas limpias en cuyas riberas se levantaban los campamentos. Eran días de eterno peregrinar, pero la zingara compaña era feliz bajo el manto de estrellas que cada noche se desplegaba sobre sus almas.
Tía Eliska murió un día incierto de primavera de un año amputado. Estoy seguro de que ni siquiera el rigor mortis pudo borrarle la eterna sonrisa, convertida hoy en río de plata bajo la luna lorquiana. Devlesa, tía, devlesa (Vaya usted con Dios, tía, vaya usted con Él).
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