Revista Alga nº53 - Primavera 2005


Edita:
  • Grupo de Poesía ALGA


  • Dirección:
  • Goya Gutiérrez


  • Responsables de Edición:
  • Goya Gutiérrez
  • Moisès Stankowich


  • Portada:
  • "Escritura Poética" (Poema Visual de Gustavo Vega)


  • Sumario »

    http://revistaliterariaalga.com/

    JORDI NAVARRO PÉREZ

    LA MUERTE DE GEORGE SANDERS (II):
    EL TESTIMONIO DEL CABO SIERRA

    La primera parte fue publicada en el
    número 52 de la Revista ALGA, otoño de 2004

           Ha llegado puntual a mi casa. Hace años que no le veía y, aunque algo cargado de hombros, sigue siendo alto y corpulento, calculo que ahora tiene la misma edad, altura y peso que George Sanders cuando murió. Le pregunto si ha encontrado la casa con facilidad y me responde que cada día pasa cerca de aquí para recoger a sus nietos del colegio. Le hago entrar al comedor y nos acercamos a la mesa donde tengo fotocopias de los diarios que informaron de la muerte de George Sanders, datos que he encontrado en varios libros y la trascripción de la entrevista con Divina Arbeo. Le pregunto si desea sentarse en el sofá, donde estaríamos más cómodos, y él prefiere hacerlo en la silla, manteniendo el cuerpo ligeramente echado hacia adelante como para demostrarme una mayor atención, aunque también es posible que se deba a que no está acostumbrado a ser objeto de un interrogatorio, él que tantos habrá realizado a lo largo de su vida. Le ofrezco un café o algún licor (guardo sin abrir botellas que nos regalaron en nuestra boda) y me dice que no, que no prueba ni una cosa ni la otra. Permanecerá una hora en mi casa ("A las siete he de estar en el pueblo", se excusa) y se irá sin haber tomado un vaso de agua, como si todavía estuviera de servicio.

           Cuando estaba en Vallcarca, todos le llamaban cabo Manolo y al llegar aquí cabo Sierra, pero en realidad se llama Manuel Leandres Sierra. Natural de Mérida, llegó a Castelldefels el día 18 de julio de 1966 tras haber estado tres años y medio de comandante de puesto en Vallcarca.

           No puedo resistirme a reproducir algunas de las cosas que me contó sobre esta colonia perteneciente a los Cementos Fradera situada en medio de las costas de Garraf que ha desaparecido casi por completo. En Vallcarca, además de la cementera, había una estación, una iglesia preciosa, casas y bloques de pisos, un bar, un campo de fútbol con gradas, y unas siete mil personas, muchas de ellas eventuales de Utrera (Sevilla). Cuando llegó, las condiciones eran de semi-esclavitud, sólo faltaba el látigo. Si uno tenía un hijo de dieciocho años y no trabajaba allí, me dice, el joven no tenía derecho a vivir con su familia, para esquivar al guarda se tenía que ocultar hasta la noche. Al parecer, había un general de la Guardia Civil que tenía acciones y por eso cuando alguien se portaba mal lo enviaban al cuartelillo para que el comandante de puesto le diera un guantazo. Él se negó a hacerlo.

    Como digo, llegó a Castelldefels un 18 de julio, el día en que se conmemoraba la fecha del Glorioso Alzamiento Nacional, el día en que se iniciaba la Guerra Civil. Resulta curiosa la coincidencia de que mi padre también llegara ese mismo día, aunque ocho años antes. Detrás del cuartel de la Guardia Civil (hoy cerrado y abandonado) no había nada, sólo campos y más campos, y más arriba, siguiendo por la avenida Diagonal, estaban los primeros chalets de Montemar que aparecen en las películas de 8 mm. que grababa mi padre en las que aparecemos mi hermano y yo siempre corriendo por aquellas calles sin tráfico. El teniente que estaba al mando de las demarcaciones de Castelldefels, Gavà y Begas también vivía en la casa-cuartel y tenía su despacho. El capitán estaba en Sitges.

           Tenía a sus órdenes seis o siete números, aunque en el verano le llegaban cuatro de la Móvil. Al principio, los servicios se hacían en bicicleta, la pareja ponía el fusil en el cuadro y cada hora tenían que pasar por un punto, generalmente la recepción de los hoteles, donde comunicaban o se les comunicaba si había ocurrido algo. No había emisora, la primera que tuvo el ayuntamiento la compró él y tuvo que hacer un cursillo cerca de la estación de Sans. Después, el Rancho Hotel les regaló dos Mobilettes que hicieron oficiales. También utilizaron un Renault-4 del ayuntamiento y un "dos caballos". Además de las labores de vigilancia, se ocupaban del control de los residentes extranjeros, de quienes se registraban en los hoteles, de las armas, de la revista militar y de los partidos de fútbol. El cabo Sierra se iba al rincón, junto al marcador y empezaba a comer pipas. Su presencia imponía tanto que jamás salió nadie al campo para pegar al árbitro o a los jugadores contrarios. "¡No he ganado yo partidos al Castelldefels!", bromea. "No serían tantos", le digo yo, "porque si no, la Unión Deportiva Castelldefels estaría en Primera".

           Durante la entrevista me refiere algunas anécdotas que le acontecieron durante aquellos años. Como la del ahogado de la playa que fue llevado al Hospital de San Lorenzo donde fue colocado desnudo en una losa. Horas después, cuando descubrieron sus ropas y documentación, resultó ser un cura, al enterarse las monjitas tardaron poco en ponerle un altar y velas. Algo parecido ocurrió con una monja que era pariente de un pez gordo del régimen. Venía de Madrid, llegaba al aeropuerto, se cambiaba e iba al Mon Repós, donde se encontraba con su amante. Padecía de algo y se murió en el momento de alcanzar el éxtasis, no religioso precisamente. Cuando fue el cura del pueblo, el guardia Isaías le dijo con retintín: "Mossèn Joan, una colega suya".

           O la del seiscientos que se despeñó por las Costas de Garraf sembrando la zona de fotografías de toreros, el muerto era un apoderado. Cuando vinieron a sacar el coche encontraron otro con matrícula francesa del que nadie había dado parte. O la de un peligroso criminal que se le fugó a la Interpol de un trasatlántico y se refugió en la calle 18 de Castelldefels. O la del municipal que pretendió detener el coche con el que perseguía a un ladrón poniéndose en medio porque iba a hacer un giro incorrecto. O la de la noche que detuvieron a una moto que venía de Sitges. "¿De dónde viene usted?". "Querrá usted decir de dónde venimos". No se había dado cuenta y había perdido al acompañante en las Costas. O cuando se pararon a charlar con la pareja de Tráfico en la autovía, junto al hotel Saratoga; de repente, un taxi frenó y vieron que un joven de unos veinticinco años estaba sentado en la vaca, de un salto se había subido al coche de las costas y, cada vez que se asomaba por la ventanilla, a la pasajera le daba un síncope. El individuo se había escapado de un manicomio de Francia.

           Le digo que mi padre me había dicho, al saber que iba a hablar con él, que le preguntara por la detención de un militar en un chalet de la playa. Manuel Leandres sonríe. "No era por la playa, sino cerca del Hotel Pino". "El Pino", situado en la carretera, poco antes de que se acabara el término municipal de Castelldefels, llegó a ser un picadero muy conocido, un lugar adonde acudían las parejas que no querían ser vistas. Aprovechando la circunstancia, puesto que durante las últimas semanas han aparecido varios artículos sobre la prostitución en varios antiguos hoteles de la autovía, le pregunto por la que había en el Castelldefels de aquella época. Me responde que era de otro nivel, que se dedicaban a ella las camareras de Los Faroles, el Bosquimar, el Rincón de Pepe, el Red & Black, el Ranchito, y me cuenta que tuvieron que acudir a uno de esos locales porque una de una de ellas murió por gas.

           Recordando que durante el siglo diecinueve había mucho contrabando en la zona, le pregunto si había. "No, contrabando no había, tampoco en Garraf ni en Vallcarca. Y droga muy poca". Le ruego que me cuente lo del militar, lo habíamos dejado apartado. Fue poco antes o poco después de la muerte de George Sanders, no puede precisar la fecha. Se recibió en el cuartelillo un chivatazo de que en una casa se celebraba una timba y había droga. Entraron por detrás, por la vía. Había dos hombres en la puerta, a quienes sorprendieron y ordenaron que levantaran las manos. En el interior había treinta y ocho personas, cuatro de ellas eran mujeres, y sobre una mesa más de cuatro millones y de pesetas de aquella época, estamos hablando del año setenta y dos o setenta y tres. Los metieron en los dos calabozos del ayuntamiento, las mujeres en uno y los treinta y cuatro hombres en otro. Como se mareaban llamó a la comandancia y le mandaron un microbús. Uno de ellos era un militar de alta graduación del Ejército de Tierra que no se identificó.

           También hubo otros hechos más terribles. Como la del moro que apareció degollado y con los intestinos fuera, víctima de una venganza. O como el del sujeto que amenazaba a niñas con una pistola, las llevaba en coche al bosquecillo de la Sentiu, las desnudaba y las ataba a un árbol. No las violaba, sino que se masturbaba y se iba. Para solucionar el caso tuvo que convencer a un pastor que apacentaba las ovejas en la zona de que fuera apuntando todas las matrículas de los vehículos que pasaban por allí. Al comprobar que se repetía una, la investigaron y resultó ser la de un abogado que tenía el despacho frente una comisaría de policía y era pariente del abad de Montserrat.

           Hablando de la crónica negra y no tan negra del Castelldefels de finales de los años sesenta y principios de los setenta se nos está haciendo tarde y todavía no hemos entrado en el asunto que me interesa. Así que le pido que me explique lo que recuerda de la muerte de George Sanders.

           Llamaron del cuartel y fueron corriendo con un Land Rover viejo para el que casi nunca tenían gasolina. Estaba tumbado en el suelo, en una postura muy rara, como si hubiera andado unos pasos y caído como un fardo. "Estaba desnudo como un cerdo, valga la comparación. Tuvo una muerte horrorosa, porque la provocada por ingestión de barbitúricos lo es". Le comento que yo pensaba lo contrario, que se me antojaba un tránsito dulce hacia la otra vida y él mueve la cabeza negativamente. Entonces recuerdo haber leído en "El Correo Catalán" que su piel tenía un color violáceo a causa del envenenamiento. Había sido una de las pocas cosas del artículo de ese periódico que me habían llamado la atención.

           "La cama estaba deshecha y había siete u ocho mil dólares tirados y repartidos por toda la habitación. Llevaba tres o cuatro horas muerto". Recuerda perfectamente la nota en la que decía que quería dejar esta cloaca inmunda.

           Ahora, al repasar estas páginas, me sorprendo de la visión tan diferente que tuvieron Diana Arbeo y Manuel Leandres de la misma persona. Para la recepcionista que lo conoció con vida, era alguien que todavía conservaba parte de la prestancia que lo había hecho famoso; para el cabo de la Guardia Civil que acudió para hacerse cargo de un suicida, era poco menos que un amasijo de carne.

           Le pregunto si sabía quien era. Se lo habían dicho al telefonearle los del hotel. Le enseño los artículos firmados por Enrique Rubio. Sí, le dejó hacer las fotos. El periodista vivía en la calle 21 y siempre le avisaban cuando sucedía algo importante, más de una vez lo ha comentado en la radio. Se llevaban muy bien.

           El cuerpo lo sacaron por la parte de atrás, por una ventana, por donde habían sacado al otro. Lo llevaron al cementerio y durante aquella noche le llamaron de ciento y pico de países, muchos de los cuales no había oído hablar en su vida, para que le dieran detalles. Pensaban que le habían matado, que se trataba de un asesinato. "Fue algo exagerado, el teléfono no dejaba de sonar". Mantuvieron la vigilancia en el cementerio hasta el día siguiente en que el forense hizo la autopsia, sin dejar entrar a nadie.

           Durante horas hubo una gran cantidad de gente congregada a las puertas del cementerio.