Sentado bajo el porche de su casa
el poeta acaricia en el crepúsculo
al perro zalamero del poema
que roe huesecillos de palabras,
huesecillos de cifras contadoras,
múltiplos de la nada ensimismada.
Y el poeta, perplejo,
siente del gozquecillo las zalemas
mientras el sol de otoño le transforma
a él mismo en poema quedo y transparencia,
y le borra y asume en su belleza
como un beso solar que se apagase.
Como si todo -porche, poeta, perro-
fuera antes tiempo y ahora sólo piedra.