Revista Alga nº50 - Año 2002


Edita:
  • Grupo de Poesía ALGA


  • Responsables de Edición:
  • Inma Salinas
  • Moisès Stankowich


  • Portada
  • Fotografía de Enric Santos


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    BOCÁNGEL


    YA NO ME DAS NADA

    A Isabel Gracia por regalarme
    una frase en momentos de crisis.

          "Pensé que no podía haber nada más atractivo que una novela que contuviera claves conocidas por el autor y por un solo lector, uno solo. Y empecé a darle vueltas. Quizá todas las novelas, unas más y otras menos, escondan algo parecido. Habría entonces en todas ellas, a la vista de cualquier lector, mensajes ocultos con la intención de que sólo los encontraran algunos destinatarios."

          Pedro ZARRALUKI,
          Para amantes y ladrones.

         Lo confieso: hasta ese momento estaba más pendiente de mi vieja cinta de los Beach Boys, más pendiente de la vegetación y de los meandros que dibujaba el río, que de Donna, quizá porque llevaba más de diez minutos en silencio. Tenía que ver también con la extraña sensación de plenitud que me produce abandonar la ciudad por unas horas y que me es difícil de explicar, ya que no me gustan demasiado ni la montaña ni el campo, soy incapaz de identificar más de diez especies de árboles, de plantas o de pájaros. Para mí todos los árboles son iguales, hojas, ramas, troncos, y quizá por ello soy un escritor urbano con problemas para ambientar una situación que los requiera.
         -Ya no me das nada -dijo tras encender el cigarrillo, dar una profunda calada y pasármelo.
         La frase, por lo inesperada, me sorprendió. No podía mirarle a la cara, estaba pendiente de la curva que se aproximaba y, si lo hacía, podíamos chocar contra la tosca protección de madera, romperla y precipitarnos por el barranco al río.      Opté por hacerme el tonto.
         -¿Qué dices?
         En eso, entre curva y curva, aprovechando unos metros en que la línea era discontinua, un Porsche rojo nos adelantó. Me pareció que se trataba de una mujer joven con el pelo rubio y corto, no de un hombre. Fue una visión fugaz y, sin embargo, recuerdo haber pensado en ese instante que el rojo no era el color que eligiría una mujer para un coche, como en muchas otras cosas nuestros gustos no son los mismos.

         -Lo que oyes, que ya no me das nada -dijo abriendo la ventanilla aún más para que saliera el humo.
         Donna había vuelto a utilizar un tono neutro. Podía referirse a cualquier cosa, que ya no le daba a leer mis escritos, por ejemplo. O que creía que ya no la quería y no le daba el amor o el sexo que necesitaba, que era lo más probable.
         No me dio tiempo a pensar más. De repente, otro vehículo al que no había visto acercarse por el retrovisor, nos adelantó en medio de la curva, una curva que no tenía visibilidad por ser muy cerrada, al hacerlo el conductor se había jugado la vida y, de paso, la nuestra.
         -Pero, ¿qué hace ese imbécil? -grité al mismo tiempo que frenaba. Solté tan bruscamente el cigarrillo sobre el cenicero que estuvo a punto de caerse sobre la alfombrilla. ¿Y si hubiéramos tenido un accidente? ¿Cómo explicar la presencia de Donna en mi coche?
         -Ten cuidado -suplicó Donna agarrándome del antebrazo.
         Era un Corvette de color amarillo, la matrícula muy reciente, de New York, tan nueva que pensé que acababa de salir del concesionario y quizás quien lo llevaba no sabía cómo manejarlo. Al girar en la curva siguiente, pude ver que los vidrios eran tintados, lo que nos impedía ver la fisonomía del conductor o conductora. Por cierto, significaba también que tenía puesto el aire acondicionado, no como nosotros, que lo teníamos averiado.
         Como no tenía sentido escabullirme, le dije a Donna:
         -Me estabas diciendo que no te daba nada. ¿A qué te referías con ello?
         Donna no me respondió, sino que me apretó más el brazo, hincándome las uñas.
         -¿A qué juegan esos dos? -preguntó, dando un brusco salto hacia adelante en el asiento.
         Una treintena de metros por delante de nosotros el primer coche, el deportivo rojo, se había casi detenido, no iría a más de diez o quince millas por hora. Toqué el claxon repetidamente. El otro se le puso muy detrás, a menos de un palmo, como si quisiera besarlo.
         
         Que Donna estuviera sentada a mi lado en el Toyota y no Frances se debía a que un día, tres años atrás, mi mujer ya no pudo disimular lo mucho que le aburrían las presentaciones de libros, por muy míos que fueran. Empecé a ir solo a conferencias, a tertulias, a las entrevistas, a las apariciones en radio y televisión mientras Frances se quedaba en casa al cuidado de Keith o asistiendo a las reuniones de la iglesia episcopaliana. Por aquel entonces conocimos a Donna y a Roy en el parque adonde llevábamos a Keith para que jugara con otros niños, el suyo, Charlie, era unos meses mayor. Frances y Donna intimaron enseguida, no hay nada más fácil para dos mujeres que empezar a hablar de sus respectivos embarazos. El dolor las une más que cualquier otra cosa, más que los hombres que las quieren o maltratan, por ejemplo. En cambio, yo no sabía qué decirle a Roy, pues pronto vi que no teníamos nada en común aparte de ser padres a una edad en que los nuestros habían sido abuelos. Roy trabajaba para una multinacional japonesa, en el departamento de contabilidad. Hasta que se me ocurrió interesarme por su trabajo lo había considerado un individuo soso, sin carácter y con una existencia plana, por llamarla así. Cuando lo hice, no dejó de hablarme de la política económica de su firma como si fuera lo más importante de su vida, quizá más que su familia, quien viera su expresión y no lo escuchara, pensaría que estaba hablando de fútbol o de béisbol. En pocas palabras: un auténtico cretino. Sin consultarme y antes de que pudiera hacerle algún gesto, Frances les invitó a cenar a casa el sábado siguiente y, al hacer ellos lo mismo, me vi envuelto en un entramado de compromisos del que no veía cómo salir.
         "Me gusta mucho Donna como persona. ¿A ti no?", me preguntó un día Frances después de salir de su casa. "A mí también", le repliqué yo. "No tenemos muchos amigos en New York y creo que nos hace bien verlos, mantener con ellos una estrecha relación, no sé si me entiendes." Que no tuviéramos amigos en la ciudad era inexacto. Tratábamos a muchos escritores y profesores de universidad; a varios periodistas, abogados, actores y a un reputado director de cine independiente; entre nuestras amistades había una pareja gay de médicos, un policía de la brigada de homicidios que me explicaba casos que yo novelaba y una psicóloga neurasténica que también me proporcionaba información sobre sus pacientes. ¿A qué se refería con que no conocíamos a nadie? ¿A nadie normal? "¿Has visto lo bien que se llevan Charlie y Keith? Parecen hermanos más que amigos." "A quien no soporto es a Roy", le confié al fin. "Se te nota y tendrías que disimular. ¿A que no sabes que se ha comprado todos tus libros?." "Querrá que se los firme para venderlos por más dinero dentro de unos años. No me lo imagino sentado en un sillón leyéndolos. No es de esos." "Estás muy equivocado. Roy es mejor persona de lo que te imaginas. Te aprecia mucho y se vanagloria ante sus compañeros de trabajo de tener un amigo escritor que aparece en la televisión. Puede que no los lea, pero Donna, sí. Me ha dicho que escribes muy bien, mejor que Pinchon y Auster, que son sus favoritos. ¿Te ha comentado algo?" "No, no me ha dicho nada."
         Me quedé perplejo. Nunca me había hablado de mi obra, así que al día siguiente la llamé para invitarla a una charla en Newark, una charla a la que acudiría Paul Auster. Lo cierto era que estaba harto de hacer kilómetros solo, en más de una ocasión me había perdido por no poder atender las indicaciones de los planos y la conducción al tiempo. Me vendría bien su compañía en el coche y en la sala. Que Donna estuviera entre los asistentes, escuchándome, me obligaría a ser más brillante con mis ocurrencias y a no repetir las cosas que acostumbro a decir en estas reuniones de escritores. "Iré contigo", me dijo, tan escueta como siempre.
         En el trayecto me confió que estaba pensando en separarse de Roy.
         "¿Por aburrido?", le pregunté para sacarle un sonrisa.
         "No, por mujeriego."
         "¿Mujeriego?"
         "He estado una semana en Annapolis para que Charlie estuviera unos días con sus abuelos. Ayer, al regresar, encontré un preservativo usado debajo de la cama."
         No podía imaginarme a Roy acostado con otra mujer que no fuera Donna. No era de esos hombres que buscan emociones fuera del matrimonio.
         "¿Estás segura?"
         "¡Era un preservativo usado, encogido y casi reseco! ¡Por Dios, sé lo que es un condón!"
         "¿Y qué ha dicho?"
         "Que lo siente mucho, ¿qué va a decir? No sé qué hacer."
         "Búscate también un amante", le recomendé sin pensar lo que decía.
         "De acuerdo. ¿Quieres serlo tú?"
         Ahora que lo escribo, creo que la nuestra era una historia predecible. A partir de ese día tuve que inventarme más conferencias, tertulias, entrevistas, y apariciones en radio y televisión que las que realmente hacía.
         
         New Haven estaba aún lejos y los dos coches continuaban yendo muy despacio y muy juntos, como si desearan fundirse en uno solo. La idea de comprarnos una casa de campo cerca de la Universidad de Yale había sido de Frances, que había visto una a buen precio en una agencia inmobiliaria. "No es muy grande, pero tampoco cara. Podemos ir los fines de semana para que Keith respire aire puro, hacer barbacoas en el jardín, tú podrás encerrarte allí cuando quieras acabar tus novelas y usar la biblioteca de la universidad cuando necesites información para tus libros." La propuesta me pareció magnífica, pues New Haven estaba lo suficientemente cerca para ir con Donna, hacernos el amor sin excesivas prisas, almorzar en algún restaurante de la ciudad o de la carretera y volver a casa antes de que la hora en que Donna recogía a Charlie en la escuela. Disponer de una casa propia suponía no tener que buscar hoteles en New York para pasar un rato con ella, olvidarnos del peligro que corríamos con cada cita. No obstante, puse algunos peros para que fuera Frances y no yo quien mostrara interés en la compra.
         -No intentes adelantarlos.
         -No voy a hacerlo, Donna.
         -Ten cuidado -repitió.
         -Lo tengo.
         Lo cierto es que no tenía miedo, una sensación que he sentido pocas veces a lo largo de mi vida, quizá porque me libré de ir a Vietnam. Es como si estuviera vacunado contra él. Sólo en una ocasión he sentido verdadero pánico, un pánico inexplicable. Me había invitado una universidad del Medio Oeste a que realizase un seminario de una semana sobre las tendencias de la literatura norteamericana durante el último cuarto de siglo. Al llegar al aeropuerto, tenía que ir a recoger un coche que habían alquilado para mí en un mostrador. Me dieron las llaves, fui hasta el aparcamiento donde se hallaba, lo puse en marcha y me interné en la autopista. De repente, vi que había una serpiente en el parabrisas, una serpiente no muy grande, tendría medio metro o algo más. No sé de que especie era, ya he dicho antes que conozco pocos animales por su nombre, sólo que no era una cascabel, ésas las he visto en las películas. Pero esa serpiente estaba en mi parabrisas y no sobre una pantalla de cine y, aunque sabía que no podía hacerme nada, sentí un miedo irracional y atávico que me impedió reaccionar. Cuando volví en mí, escuché una sinfonía de bocinas, el motivo era haber detenido el coche en medio de la autopista de cinco carriles, pudiendo con ello provocar más de un accidente. La serpiente intentaba deslizarse por el cristal y no lo lograba. Sacaba su lengua bífida y reptaba por encima del parabrisas, pero permanecía en el mismo sitio. Una ranchera me adelantó y me hizo gestos. Yo no podía abrir la ventanilla para explicarle que había una serpiente en mi coche porque el bicho hubiera entrado. Finalmente reaccioné dándole al limpiaparabrisas y la serpiente se enrrolló en él como si fuera una presa a la que no tenía que soltar.
         -Si no te importa, apago la música.
         -Claro.
         Pensando en la serpiente no me había dado cuenta de que los Beach Boys continuaban surfeando en medio de aquella situación tan absurda. Apreté el freno hasta casi calar el coche para mirar de distanciarlos.
         -Así está mejor, si se quieren matar, que se maten ellos -dijo Donna.
         De repente, el que estaba detrás dio un volantazo, superó al Porsche y desapareció detrás de los árboles de la siguiente curva. Pensé que el conductor del Corvette se había cansado del juego. No era verdad. Estaba reduciendo la marcha como había hecho el otro anteriormente. El del Porsche aceleró también y se le puso detrás. Había algo extraño en aquel juego o lo que fuera. No vi en ningún momento que se lanzaran gestos obscenos, tampoco que tocaran el claxon como había hecho yo y me habían hecho en aquella autopista. No parecían enfadados, lo lógico en estos casos. ¿Podría tratarse de un cortejo amoroso en plena Ruta 95?
         Donna sin duda estaba pensando lo mismo que yo, porque aseguró:
         -Son los personajes de tu relato.
         -¿Qué?
         -La pareja protagonista de la historia que me contaste hace unos días y que no sabías cómo terminar.
         Entonces supe a qué se refería. La semana anterior, nada más recogerla en la esquina de la Tercera Avenida donde quedábamos y darme un beso rápido, me preguntó qué estaba escribiendo.
         "No estoy escribiendo nada. Estoy tomando notas para un relato de amor y odio que me ha encargado el editor de la revista QC, Art Cooper se llama. Es una historia que hace tiempo que quiero contar", le dije mientras esperaba que el semáforo se pusiera verde. Me pidió que se la explicara y la miré, perplejo. Al igual que Frances, Donna no me preguntaba casi nunca en qué me hallaba metido, les gustaba leer mis historias cuando estaban acabadas y a punto de ser llevadas a la editorial o a las revistas.
         "Empieza, te escucho."
         "El protagonista es un hombre al que conozco, por eso tengo que cambiarle el nombre y su profesión, y situar la acción en un lugar en el extranjero, en Francia o en Gran Bretaña, por ejemplo, que la narración transcurra en Europa gusta mucho a los editores, lo sé por experiencia. Tiene treinta y pocos años y siempre ha estado enamorado de la misma mujer, desde que era una niña porque sus padres eran amigos. Pero hay un problema. Ella desde la adolescencia le ha alentado a quererla pero sin comprometerse con él."
         "¿Qué quieres decir? ¿Que no han salido juntos?"
         "Sí, en el sentido en que normalmente entendemos por "salir juntos": que no ha habido un compromiso en firme entre los dos. Ella es rubia y muy guapa y ha tenido muchos novios y pretendientes. Busca uno, se muda a su apartamento, se acuesta con él durante un tiempo y después lo abandona o la abandonan, es incapaz de mantener una relación estable. Entre un individuo y el siguiente se acuerda de Peter (mira, nuestro amigo ya tiene un nombre, a partir de ahora voy a llamarle así), le telefonea a su casa y él acude como si fuera un perrito faldero."
         "¿Hacen el amor?"
         "¡Claro que hacen el amor, Donna, si no no habría historia! Ella sabe que darle sexo es una manera de tenerle atado, ya te he dicho que Peter siempre acude a las llamadas de Vera (así la llamaré, Vera). Enseguida Vera encuentra otro joven más guapo o más inteligente que Peter y deja de verlo durante una temporada, como si no existiera. Hasta la que la nueva relación naufraga y vuelta a empezar."
         "¿Él no hace nada? ¿No deja de verla?"
         "Es que no puede, Donna. No sólo la quiere, está obsesionado con ella porque considera que es la mujer de su vida. Es una pasión enfermiza y se da cuenta de ello, no puede remediarlo. La sabe en la distancia, en brazos de otros hombres a los que odia y envidia al mismo tiempo y no puede hacer nada."
         "Entiendo. ¿Qué ocurre después?"
         "¿Qué ocurre después? Que pasan los años sin que nada cambie entre los dos, Peter pendiente del teléfono, no vaya a llamarla Vera en cualquier momento."
         "Es para volverse loco."
         "Es que Peter, a su manera, está loco. No se trata de una relación normal y por eso cumple lo que me ha pedido Cooper."
         "El tal Cooper te ha dicho que la historia tenía que tener amor y odio. El odio no lo veo por ningún lado."
         "Espera y verás. Llega el día en que Vera decide claudicar ante las peticiones de matrimonio de Peter, aunque en verdad no sabe muy bien por qué lo hace, quizá porque Peter siempre ha estado ahí como hombre de repuesto. ¿Y por qué no? Vera llega a creer que necesita estabilidad, un hogar, una persona que la quiera por lo que es. Se casan. Vera, ya puedes imaginarlo, sin ninguna ilusión por la ceremonia, en ningún momento sonríe en las fotos, vamos, como si asistiera a su entierro y no a su casamiento. La noche de bodas descubre que no lo soporta, que en realidad nunca ha soportado sus exageradas atenciones, sus regalos, que no puede vivir en la misma habitación que Peter. A él le ocurre lo mismo: no es lo mismo soñar que viviría con ella que compartir su vida de verdad, no sé si me entiendes. Descubre que ha sido un largo espejismo y no puede decírselo a Vera, carecen de ese grado de intimidad."
         "No acabo de entender por qué Peter le odia."
         "Sabe que para ser alguien en la vida necesita dejar de idolatrarla, librarse de su dependencia. Posiblemente la profesión en la que triunfa, le ayude a conseguirlo. Sé que este proceso lo tengo que relatar. Como no puedo alargar la historia mucho, en total he de llenar ocho o diez hojas, quizá lo dé a enterder de una manera indirecta. Buscándole una o varias amantes. Pasan los años alimentando y masticando un odio cotidiano y feroz sin que ninguno de los dos pida el divorcio. Tienen un o hijo o dos y se ven atrapados."
         "¿Qué ocurre luego? Porque algo más ha de pasar, ¿no?"
         "El odio alimentará el odio hasta que la situación estalle. No me creerás si te digo que no sé que va a ocurrir, barajo varias posibilidades."
         "Dime alguna."
         "Cuando decida la definitiva, la leerás en el relato, no te preocupes."
         Los dos vehículos llegaron a una recta, mas no por ello cogieron más velocidad.
         -No se te ocurra adelantar -me rogó Donna, que había permanecido un par de minutos pensativa, como si ella también hubiera estado recordando mi explicación.
         -No, no voy a hacerlo, ya te lo he dicho.
         Cogí el cigarrillo, que estaba a punto de consumirse en el cenicero, y aspiré el humo profundamente. Miré por el retrovisor. Se había formado una cola de quince o veinte coches que iban a diez o quince millas por hora. Cuando menos me lo esperaba, Donna dio un grito entre histérico y alegre:
         -Claro, ¿es que no lo ves? ¡Esos dos coches están escribiendo el final de la historia que me contaste!
         -¿Qué dices?
         Donna abrió mucho los ojos y empezó a gesticular con las manos, nunca la había visto tan emocionada.
         -Dentro de poco el Corvette acelerará, se pondrá a ciento cincuenta millas por hora, romperá la valla y saltará al vacío. Y el Porsche le seguirá como una pareja fiel.
         -Bah, eso es imposible como final de mi relato. No tiene pies ni cabeza.
         -¿Por qué es imposible? Buscabas un final entre muchos y yo te lo he dado -gritó triunfalmente-. Vas a tener que pagarme derechos de autor.
         No le puedo decir a Donna por qué ese final con suicidio incluido no me vale. No puedo decirle que los protagonistas de esa historia que estoy escribiendo somos Frances y yo, que ella es Vera y yo Peter. No lo entendería.
         -Saca el móvil, esto no puede seguir así. Llamaremos a la patrulla de tráfico.